La Bíblia dels LXX


    El doctor Antonio Piñero, de Cristianismo e historia, llicenciat en Filosofia Pura, Filologia Clàssica i Filologia Bíblica Trilingüe, doctor en Filologia Clàssica, Catedràtic de Filologia Grega, especialitat Llengua i Literatura del cristianisme primitiu, ens ofereix una clara i extensa exposició sobre la Septuaginta, que reprodueixo a continuació.


    El origen de la versión al griego de la Biblia hebrea

    Algo tan aparentemente simple hoy día como verter un corpus de textos sagrados de una lengua a otra (es decir, traducir los libros de la Biblia al griego) fue en la antigüedad un fenómeno sin precedentes, en especial porque se trataba de literatura legal, histórica y poética de un pueblo y lengua semíticos trasladados al lenguaje de la superior cultura griega, que era muy despreciativa para las culturas "bárbaras".

    Por ello, el acceso al tesoro religioso de los judíos por medio de una traducción a la lengua universal del momento, el griego, habría de tener notables consecuencias en el ámbito de lo cultural y lo religioso. Pasado el tiempo, esta versión influiría decisivamente en la conformación teológica del cristianismo --será la Biblia adoptada por los cristianos-- y en las relaciones de éste con el judaísmo.

    La Biblia hebrea en ropaje griego es un testimonio importante de la unión entre helenismo y religión judía, pues quienes compusieron algunos de sus libros o los que utilizaron tal versión daban testimonio de que su judaísmo podía plasmarse con toda propiedad en una lengua distinta a la “sagrada”, el hebreo, la lengua de la creación, en opinión general de los “sabios”, los rabinos.

    Sin embargo, vista desde la distancia de los siglos, esta empresa de traducción parecía inevitable y necesaria por la nutrida presencia de judíos en toda la Diáspora controlada por los griegos (especialmente en Egipto, como hemos ya afirmado), para quienes el hebreo, por falta de práctica, había llegado a ser una lengua difícilmente comprensible.

    En realidad no se sabe exactamente cómo empezó esta gran tarea de traducción, aunque sobre sus orígenes circularon ya en la antigüedad algunas leyendas. La más importante es la recogida en la llamada Carta de Aristeas a Filócrates (escrita —según la opinión común— entre el 200-150 a.C.).

    En síntesis la historia que transmite este escrito es la siguiente:

    El bibliotecario del rey Ptolomeo II Filadelfo (285-246 a.C.), Demetrio de Fálero, propone al monarca la traducción de la ley de los judíos para enriquecer con ella la biblioteca real. El monarca accede y ordena escribir al sumo sacerdote de Jerusalén pidiéndole el envío de varones calificados para verter las Escrituras (al principio sólo el Pentateuco: los cinco primeros libros de la Biblia) al griego. Notemos de pasada cómo la “Carta” supone que ya en Palestina había gente que sabía tan bien la lengua helénica como para efectuar una versión nada fácil.

    La respuesta del sumo sacerdote es afirmativa. Inmediatamente envía a Alejandría a 72 varones expertos en ambas lenguas. El rey los acoge, y los somete a una serie de pruebas de sabiduría, de las que los futuros traductores salen airosos.

    Reunidos en un cierto lugar, probablemente la isla de Faros, los 72 varones hacen una traducción colectiva que se concluye precisamente en 72 días. Más tarde se añadirá a la leyenda (recogida por Filón de Alejandría) el hecho milagroso de que los traductores, trabajando separadamente, produjeron cada uno una versión que por singular inspiración divina coincidía al pie de la letra con la de los demás. Una vez vertida, la Ley es leída en público en griego, y recibe de todos grandes alabanzas. Se hacen de ella dos copias: una va a la biblioteca del Rey, y otra pasa a manos de los judíos.

    Esta versión del origen de los Setenta ha suscitado desde la antigüedad numerosas dudas y cuestiones. Muchos investigadores no han prestado crédito a los datos de la Carta de Aristeas y han propuesto teorías para el origen de esta traducción bíblica distintas de las que presenta el anónimo autor de tal “carta”. Es decir teorías diversas a que fue la iniciativa real la que motivó la traducción.

    Las más interesantes suponen que la versión de los Setenta se debió:

    A) A las necesidades litúrgicas de la comunidad judía de Alejandría que había olvidado el hebreo y precisaba una versión inteligible del texto sacro para ser leída durante los oficios litúrgicos sabatinos, o privadamente;

    B) A conveniencias y exigencias culturales, ya personales o del conjunto de la comunidad hebrea: si los griegos se educaban literariamente con la lectura de Homero, los judíos de Alejandría lo hacían con la lectura y estudio de la Ley;

    C) A afanes de proselitismo: difundir el texto sacro entre los griegos; este afán de conseguir adeptos va unido la

    D) A razones de orden jurídico o relacionadas con la comunidad judía de Alejandría, a saber, la posesión en griego de un ejemplar de la Torá que fuese el código de los tribunales judíos de justicia.

    Estas teorías sobre las causas que motivaron la versión de los LXX están erizadas de dificultades, aunque quizás la última sea la menos improbable de todas.


    Teorías modernas sobre el origen de la traducción de los Setenta

    Escribimos en la nota anterior que las teorías propuestas sobre el origen de la versión de la Septuaginta están llenas de dificultadas. Las describo brevemente:

    1 En primer lugar, las fuentes no mencionan nunca una iniciativa judía, de Alejandría o de otra ciudad, como inicio de la tarea de traducción. Sabemos, más bien, que los judíos de Alejandría mantenían continuos contactos con la metrópoli y se hallaban siempre subordinados y dependientes del sumo sacerdote de Jerusalén. En consecuencia, éste tendría que haber autorizado la versión.

    Pero este hecho es bastante inverosímil, ya que en el propio Israel por aquella época estaba terminantemente prohibido que las traducciones orales de textos bíblicos del hebreo al arameo (que debían hacerse corrientemente en las sinagogas, ya que el común del pueblo en Israel mismo era arameo hablante y no entendía bien el hebreo) se plasmaran por escrito. Mucho menos permitirían las autoridades de Jerusalén una versión al griego.

    2. En segundo lugar, no se ve claro lo de las necesidades litúrgicas, pues no consta de ningún modo que en el siglo III a.C. se leyeran en las sinagogas alejandrinas de un modo sistemático la Ley y los Profetas, y en grandes secciones. Parece ser que el establecimiento rígido de esta costumbre es mucho más tardío, quizás en el primer siglo de la era cristiana, como deducimos de Lucas 4,16-20:

    "Vino a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura.17 Le entregaron el volumen del profeta Isaías y desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito:18 El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos", etc.

    Probablemente, en el siglo III a.C., en sábados y festividades, se leían tan sólo unos pocos versículos bíblicos. Si en la liturgia se necesitaba una versión en lengua vernácula (griego), bastaba con que se hiciera oralmente en cada ocasión, al igual que se obraba en Israel cuando un trujamán (traductor) vertía sobre la marcha del hebreo al arameo (targum).

    Por otro lado, la Carta o Epístola a Aristeas no dice que de la Ley traducida se hicieran copias para distribuirlas en las sinagogas. De hecho sólo menciona dos: una se depositó en la biblioteca real, y la otra fue entregada a los jefes de la comunidad judía en Alejandría a petición propia.

    3. En tercero, no son verosímiles las motivaciones culturales privadas o públicas, ya que razones de lectura personal (o en bibliotecas semiprivadas) no parecen que justificaran una empresa tan costosa y larga como la traducción de toda la Ley y otros libros de la Biblia a la lengua griega.

    Hoy día los investigadores tienden a aceptar las líneas generales de la versión de la Carta de Aristeas, pero despojando a este escrito de los rasgos inverosímiles o legendarios. Así, unos piensan que es muy probable que la iniciativa de la traducción partiera del Rey. Y esto no por un mero afán literario, sino por razones de tipo jurídico. Los judíos pretendían siempre, aun en la Diáspora, atenerse a las costumbres patrias (la ley de Moisés), por lo que luchaban por conseguir de los monarcas un régimen jurídico especial.

    Por ello, a la administración ptolemaica en Alejandría le pudo muy bien interesar tener a su disposición un ejemplar en griego de esa famosa ley que tanto invocaban los judíos y por la que regían sus vidas. Hemos resaltado ya el hecho de que en la antigüedad apenas se hacían traducciones, pero sí eran usuales en el Oriente (por ejemplo, el imperio persa) desde tiempos antiguos la versión de decretos y leyes reales.

    No es extraño, por tanto, que la Ley, como código jurídico que afectaba a una parte importante de la población de Alejandría, fuera vertida al griego al igual que, por ejemplo, se tradujo el derecho consuetudinario egipcio, que afectaba a la pobla¬ción subyugada del país en aquellos ámbitos no contemplados por leyes griegas más generales.

    Otros estudiosos, sin embargo, niegan que la ley específica por la que se regía la comunidad de los judíos alejandrinos hubiera de ser precisamente el Pentateuco, por lo que no ven claras las razones de tipo jurídico para la versión. Más bien, se inclinan a considerar que tras la indicación de la Epístola a Aristeas del interés del bibliotecario real por poseer la Ley en la Biblioteca se escondió en realidad un propósito cultural por parte del monarca.

    En síntesis que por todas partes se ven dificultades. Natalio Fernández Marcos, en la Introducción al vol. I de la versión de los Setenta –ya comentada- escribe:

    “El móvil principal de la traducción estaría en la iniciativa real, pero confluirían otras motivaciones, como la de la lucha por el prestigio social y cultural por parte de los judíos (es decir, hacerse un hueco en la sociedad culta helenística; conseguir una posición de prestigio frente a al arrolladora cultura griega). Es posible que en un segundo momento la traducción sirviera también a als necesidades litúrgicas y pedagógicas de la comunidad judía de Alejandría” (p. 16).

    Nos quedan aún otros temas conexos por tocar:

    • Precisar la fecha de la traducción de los resantes bloques que no son el Pentateuco

    • La calidad de la traducción

    • Lugares de procedencia de la traducción de algunos libros en particular… y el espinoso tema de la

    • Helenización de los Setenta.


    ¿Cuándo se produjo la traducción de los Setenta?

    Sea exactamente como fuere el motivo último de la versión de los LXX, tal como escribíamos en la nota anterior, al principio, s. III a.C. sólo se tradujeron los cinco primeros libros de la Biblia. La base textual de esta versión era la forma alejandrina del texto hebreo, a su vez una variante de la palestinense. Es decir, se supone que los judíos alejandrinos tenían en la Biblioteca de sus sinagogas una copia de la Biblia hebrea que circulaba por Israel y qu habría otra por Babilonia, donde residían muchos judíos.

    Sólo más tarde les tocó el turno a otros escritos, hasta el último, el Eclesiastés, que fue vertido por un judío llamado Áquila hacia el año 125 de nuestra era. Su traducción, como otras que emprendió este sujeto, era en extremo literal. Casi ilegible para un griego de nacimiento.

    En el intermedio se tradujeron los Salmos (hacia 210 a.C.), luego Ezequiel, Isaías, Reyes, Jueces (ya concluida su traducción a mediados del s. II a.C., pues en esos momentos Eupólemo, historiador judío, emplea los LXX para su Crónica).

    Los libros de Daniel, Esdras, Macabeos, Job, Proverbios estaban ya vertidos a finales del s. II a.C. Parece que Ester estaba ya traducido poco después del 114 a.C.

    El nieto de Jesús ben Sira (el autor del Eclesiástico), llegado a Egipto el 132 a.C., menciona la existencia de una traducción, evidentemente completa, de la Torá, de los Profetas y de los restantes escritos, que debía ser la de los LXX (Eclo, Prólogo). Finalmente, Ester, Rut, Cantar de los Cantares fueron trasladados al griego bien un poco antes, o ya en tiempos de la era cristiana.

    La leyenda de la versión milagrosa se amplió, aplicándose a todos los libros del texto veterotestamentario, y se supuso que gozaba de la misma inspiración divina. Finalmente se añadieron a la colección algunos escritos de fecha más reciente, compuestos ya originariamente en griego (ciclo de los Macabeos y la Sabiduría de Salomón).

    Calidad de la traducción de los Setenta

    De lo escrito se deduce fácilmente que la Biblia griega de los Setenta (LXX) recoge versiones de diferentes traductores, de muy variada calidad y de épocas distintas. A menudo también las traducciones de las diversas partes de un mismo libro, son diferentes en lengua, estilo y técnica de traducción, aunque se encuentran también marcadas coincidencias y rasgos comunes.

    En general la calidad de las versiones es buena y tendente a la fidelidad literal. Eso ayuda mucho hoy día –aunque tengamos un concepto muy diferente de lo que es una buena traducción— para saber en todo momento qué texto hebreo subyace a los libros. Cada libro presenta características propias.

    La versión de Proverbios y Job se aparta considerablemente del texto hebreo que conocemos, pero su griego es excelente. La traducción del Eclesiastés es, por el contrario, de una literalidad extremada y servil. A veces aparecen traslaciones de frases hebreas difícilmente inteligibles para un griego nativo.

    En ocasiones los traductores proceden más libremente con el original hebreo, como quizás suceda con el libro de Job (el Job de los LXX es una sexta parte más breve que el texto “masorético”, es decir, el texto hebreo dotado de vocales y de la masora, o variantes de lectura y escritura de cada pasaje anotadas al margen del manuscrito).

    En el caso de los Proverbios, los LXX se apartan también notablemente del original hebreo, quizás por tener un texto base distinto al que conocemos. Así, por poner un ejemplo, en Prov 8,22-31 la Sabiduría aparece más claramente que en el texto hebreo como figura divina personificada, engendrada por Dios y garante de una perfecta creación.


    Las expresiones técnicas filosóficas griegas no tuvieron relevancia en la traducción de los Setenta más que en casos excepcionales, como veremos. Pero la influencia general de la mentalidad griega, la lengua término de la traducción, es indudable, como veremos, ya se tratara de una versión estrictamente literal o de una más libre.

    Los Setenta llegaron a ser la fuente del lenguaje teológico del judaísmo helenístico y, por tanto, del cristianismo primitivo.


    Lugares donde se tradujeron los LXX. ¿Qué interés tiene esta versión?

    Por medio del estudio de

    • Las técnicas de traducción, como ha puesto de relieve Natalio Fernández Marcos; del
    • Agrupamiento de vocablos típicos de un lugar con un sentido determinado,
    • Por alusiones históricas,
    • Por ciertas expresiones características o incluso
    • Por alguna leve tendencia teológica en la traducción,

    los expertos han llegado también a afinar ciertos criterios internos para dilucidar en qué zona geográfica se tradujo cada uno de los libros.

    Ciertamente, en Egipto se tradujeron —además del Pentateuco— Jueces, 1-4 Reyes, 1-2 Crónicas (Paralipómenos), Proverbios, Job, Isaías, Jeremías, Baruc, Ezequiel.

    Lo más sorprendente es la afirmación común de los investigadores de que no fue Alejandría la cuna de todas las versiones; muchos libros se tradujeron al griego en la misma Palestina. Así, vieron la luz en Judea probablemente Rut, Ester, Cantar, Lamentaciones, Judit, 1 Macabeos.

    De origen palestino, aunque morara en Alejandría, era el traductor del Eclesiástico. Sobre el resto de los libros (por ejemplo los “profetas menores”) se albergan dudas casi insolubles respecto a su lugar geográfico de procedencia.

    Interés de la versión de los Setenta

    Ya hemos escrito al principio de esta serie acerca de la trascendencia religiosa y cultural de esta versión. Como a finales del siglo II a.C. se había completado la versión de los libros bíblicos más importantes del luego llamado canon hebreo, y puesto que los manuscritos a partir de los cuales se imprime hoy el texto hebreo son muy tardíos --del s. X/XI d.C. en adelante, con la excepción de los manuscritos hebreos bíblicos hallado en Qumrán--, la versión de los LXX, realizada sobre manuscritos mucho más antiguos, ofrece un doble interés.

    • A unos investigadores interesa las lecturas de los textos hebreos que subyacen a la traducción y que pueden reconstruirse, ya que la versión es por lo general muy literal. Así pues, los LXX pueden servir para restaurar críticamente el texto hebreo del Antiguo Testamento.

    • A otros estudiosos les atraen los LXX por el carácter griego mismo de la versión, como fuente para el conocimiento de la lengua, ideas y religión del judaísmo helenístico, que se expresó en griego.


    La cuestión de la “helenización” de los Setenta

    Como ye he indicado, la traducción del Antiguo Testamento del hebreo al griego no sólo creó un libro que se podía usar en las ceremonias religiosas, o como norma jurídica de una comunidad política (griego políteuma) dentro de otra, sino que fue también la base para un nuevo despertar de la teología judía dentro de un ámbito cultural nuevo, e hizo posible que los fermentos para una renovación de diversos temas religiosos, ya presentes en ocasiones en la tradición de Israel, se desarrollaran dentro de los horizontes de la cultura y religiosidad del helenismo.

    Téngase en cuenta que la "teoría" y práctica de la traducción en ciertos sectores de la Antigüedad era muy curiosa para una mentalidad moderna. Si se trataba de una versión por escrito, se tendía a la literalidad servil; pero si tratada de una versión oral (como en la sinagoga, se hacían pequeñas paráfrasis o, en caso, omisiones. Estos dos fenómenos, bien estudiados, nos dan la pista de la mentalidad teológica subyacente de quien parafrasea u omite. Y, finalmente, a veces la versión escrita podía contaminarse de esta tendencia a la acomodación y actualización. Esto es precisamente lo que ocurre a menudo en los Setenta.

    En este sentido los LXX son el testimonio más preclaro de la helenización del judaísmo. Gracias a la terminología abstracta del griego, los contenidos bíblicos pudieron presentarse con una nueva luz y, a la inversa, el nuevo texto griego bíblico comenzó a ampliar y transformar el mundo de las nociones abstractas griegas de cuantos con él se familiarizaban.

    Precisamente por ello es importante plantearse la cuestión de si este fenómeno de la traducción de la Biblia hebrea al griego representó una cierta acomodación, o no a veces, sino un rechazo, a la mentalidad de la lengua receptora, la helénica. Si la contestación es positiva, hay que preguntarse en qué grado se llevó a cabo esta “helenización”.

    Responder a estas preguntas no es en absoluto tarea fácil, pues definir el grado de helenización de un libro bíblico, ya sea una traducción del hebreo, ya haya sido compuesto originalmente en griego, es bastante complicado:

    “No siempre se puede distinguir lo que pertenece a unas técnicas concretas de traducción y está condicionado por las diversas estructuras de las dos lenguas, de las modificaciones que se deben a las exigencias teológicas del traductor” (N. Fernández Marcos, Introducción a las versiones griegas de la Biblia, Editorial del Consejo Superior de Investigaciones científicas, Madrid, 1979; 2ª edic. 1989, 304.

    Recientemente tienden algunos investigadores a opinar que la posible “helenización” de los Setenta es una mera cuestión formal: la expresión es griega, se argumenta, pero el contenido no ha variado, sigue siendo hebreo; es tan profundamente judío que lo único que importa es la consideración de los LXX no como una versión de unos textos transida de espíritu griego, sino como eslabón entre la revelación del Antiguo Testamento en su lengua original por una parte y el testimonio del Nuevo Testamento por otra.

    Pero esta perspectiva no es propia de una historia de la literatura. Por ello, no es conveniente dejar de lado la cuestión de la posible influencia de la mentalidad transmitida por la lengua helénica en el moldeamiento de la mentalidad propia de la versión de un corpus de escritos que fue tan trascendental para muchas personas.

    Tal influjo pudo darse por el simple hecho de que se trata de una traslación entre lenguas muy dispares. Traducir es una empresa casi imposible si se procura una perfección absoluta, y especialmente lo es el paso de una lengua semita a otra indoeuropea, como ya lo notó en su momento (132 a.C.) el nieto de Ben Sira al confeccionar la versión al griego de la obra de su abuelo compuesta en hebreo (Eclesiástico, Prólogo, 20).

    Los vocablos de esos dos sistemas de comprensión del mundo tan distintos, el hebreo y el griego, casi nunca conllevan la misma constelación semántica, por lo que las palabras de la Escritura hebrea al trasladarse al griego perdieron una serie de asociaciones y en parte ganaron otras, mientras que —al mismo tiempo— los términos griegos utilizados en la traducción pudieron adquirir algo del valor de las palabras hebreas que representan.

    Esta afirmación no significa, sin embargo, caer aquí en las exageraciones de algunos (por ejemplo, T. Boman) cuando contrastan de manera implacable las dos maneras de pensar, la hebrea y la griega, estableciendo la casi imposibilidad de un puente entre ambas, por lo que la traducción necesariamente implicaría una “desviación”..., en este caso “helenización” en sentido peyorativo. Tal postura es exagerada. La versión de un sistema lingüístico a otro es siempre posible, porque lo que se traducen son conceptos no palabras. Aunque en ciertos casos alcanzar un grado notable de satisfacción con ese trabajo sea mucho más difícil que en otros. En el caso del hebreo al griego esa dificultad es un acicate para estudiar qué posibles alteraciones, y en qué sentido, se produjeron.

    Es preciso insistir en una observación importante. La versión de los LXX no puede considerarse de una manera simplista como una mera traducción de un texto hebreo siempre firmemente fijado e igual al que se posee hoy día. Cualquier persona mínimamente introducida en este tema señalaría en seguida que esta consideración sería una superficialidad y un dislate. El texto hebreo en la época no era fijo, sino fluido.

    Cuando el texto de los LXX y el hebreo que hoy suele imprimirse son discordantes, no siempre nos encontramos con una “desviación” o un “error” de traducción de los LXX, sino que en muchos casos se trata de la versión correcta por parte de los anónimos traductores de una base hebrea distinta a la nuestra. Y esto es en verdad sensacional. Los recientes descubrimientos de los Manuscritos del Mar Muerto, con sus múltiples libros bíblicos hebreos que presentan un texto bastante diferente del que luego sería canonizado y que coincide en muchos casos con el hebreo que subyace a los LXX, son un perenne aviso de que el valor de Septuaginta no es siempre el de enmendar o corregir el texto hebreo que hoy leemos, o de que la versión griega es un monumento a la incompetencia de los traductores antiguos, sino el testigo de un texto hebreo diferente.

    Así pues, en síntesis: aunque en algunos casos sean detectables ciertas deficiencias técnicas de los traductores, los LXX son ante todo, por una parte, un testimonio de un texto hebreo diverso, en muchos casos más antiguo y por lo menos tan venerable como el actual; y por otra, la representación de unas tradiciones teológicas peculiares propias del mundo de los traductores.

    Se ha argumentado, a propósito de las variaciones, o supresiones de pasajes, que muestran los LXX, por ejemplo en los libros de los Reyes (en el sentido de los LXX, que son cuatro: 1 2 Samuel; 1 2 Reyes = "1 2 3 4 Reyes") que la traducción griega pretendía expresamente eliminar ante los ojos de los griegos ciertos pasajes comprometidos en los que el pueblo elegido salía malparado. Pero no convence esta razón, ya que todas las supresiones de este estilo no responden a una lógica apologética consistente de este tenor. Más bien parece necesario admitir que las variaciones son por otro motivo --texto diferente, recensión diversa--más que por un afán apologético.

    Todas estas cuestiones son hoy del máximo interés y más para quienes estamos acometiendo la tarea de hacer una Biblia al español (La Biblia de San Millán; proyecto de cinco/seis años) que tenga en cuenta, en las notas, las variantes más importantes de los LXX, de modo que los lectores sean conscientes de que el texto de la Biblia en el siglo I era más fluido de lo que parece. Pasará por lo menos un siglo hasta que se "fije el texto" (es decir que se haga una edición crítica de las diferentes y posibles recensiones) que tenemos hoy a la vista.

    En realidad estamos en un momento importante, pero todavía perplejos.


    Sí puede hablarse de una cierta “helenización” de la Biblia hebrea

    Tras las afirmaciones de la nota anterior, nuestra opinión es que sí puede hablarse con rigor de una cierta “helenización” de la Biblia hebrea al pasar al griego. Las concepciones judeohelenísticas condujeron con cierta frecuencia a los traductores a desviarse premeditadamente del sentido literal del modelo hebreo que tenían ante sus ojos.

    Comencemos por el ámbito de los contenidos superficiales: la versión de los Setenta contiene en este terreno variantes de traducción que suponen una helenización. Veamos tan sólo unos ejemplos de una lista que podría ser larga, pero cansina:

    • “La simple traducción de los términos tohûwwohu —expresión enigmática de probable contenido mítico— (Gn 1,2, 'yermo y vacío', versión de Cantera-Iglesias, o 'un caos informe', versión de Alonso Schökel), por el griego aóratos kaì akataskeúastos, 'invisible y desorganizado', constituye toda una helenización de la referencia bíblica” (Julio Trebolle, La Biblia judía y la Biblia cristiana, Trotta, [tiene varias ediciones; pero tengo la de 1993] 463).

    • Cuando el texto hebreo presenta al lector “entrañas” o “corazón” refiriéndose a un contexto de pensamiento, los LXX suelen presentar el vocablo diánoia (“pensamiento”), lo que indica sin duda un acercamiento al mundo más abstracto e intelectual de los griegos.

    • El traductor del libro de Job (42,14) ha sustituido el nombre de una de las hijas del paciente sufridor, llamada en el texto hebreo “Cuerno, o tarrito de afeites” (con el sentido de “suma de las esencias”, qéren-happuk) por el más helénico “Cuerno de Amaltea”, es decir, de la cabra que amamantó a Zeus niño en el Monte Ida, en Creta (cf. el apócrifo Testamento de Job, 52,4).

    • Los LXX, en Job 9,9, sustituyen los nombres hebreos de ciertas constelaciones (la Osa, las Siete Estrellas [?] y las Cámaras del Sur) por las “Pléyades, Héspero, Arturo y las Cámaras del Sur”.

    Otra muestra de helenización es la adopción por parte de los LXX de términos políticos griegos absolutamente inadecuados para representar las condiciones sociales y políticas de los hebreos, pero indispensables, quizás, para hacer accesible y comprensible a los lectores griegos el texto sagrado.

    De este modo, aparecen en los LXX términos como pólis (“ciudad”), démos (“pueblo” o “demarcación, distrito local”), ekklesía (“asamblea”) y phýle (“tribu”), que tienen en griego unas connota¬ciones radicalmente distintas a las del mundo hebreo.

    Por ejemplo:

    • En Gn 23,11 Efrón el hitita, hablando con Abrahán, llama a “los hijos de su pueblo” (heb.) ciudadanos en sentido griego (politôn).

    • Hay otros casos, por el contrario, en los que el empleo mecánico y continuo de un vocablo griego (por ejemplo psyché, “alma”), ensanchado forzadamente en su campo semántico para traducir otro hebreo, lleva a notables confusiones (en hebreo el término correspondiente, nepheš, significa a veces incluso un “cadáver”, lo que jamás ocurre en griego).

    En este apartado han de señalarse los notables cambios semánticos que a veces se llevan a cabo en algunos vocablos que aparecen cargados de un nuevo significado.

    • Es conocido el caso de dóxa que pasa de “opinión” a “gloria” (de Yahvé), el de anáthema, que se transforma de “ofrenda” en “anatema” (heb. hérem),

    • O el de eulogía, que pasa de significar “alabanza” a “bendición” (heb. berakhá).

    • Peculiar es el caso del heb. berít, “alianza”, término tan fundamental en la Biblia hebrea para significar la relación de protección y clientela que un superior regala a un inferior, que es traducido incomprensiblemente por diathéke, que significa “promesa”, “prenda” y de ahí “testamento”. Quizás los traductores quisieron reflejar en ese neologismo semántico la diferencia sustancial entre cualquier “acuerdo” o “alianza” respecto a la única “alianza” importante para el pueblo judío, la de Yahvé con Israel.


    Ejemplos de helenización de los Setenta

    Seguimos con ejemplos de la “helenización” de la versión al griego de la Biblia hebrea que, espero, interesen a los lectores porque afectan también a la comprensión del cristianismo.

    Hay otros casos de traducción de los LXX que suponen una atención más cuidada, expresa y profunda a la mentalidad helénica.

    • Así, por ejemplo, los traductores sustituyen el she'ôl hebreo (“el infierno”) por el Hades griego, fuertemente cargado de connotaciones mitológicas. La sustitución era fácil porque en el fondo las concepciones de uno y otro son muy similares: el sheol como depósito (en algunos casos provisional) de los “cuerpialmas” de los humanos convertidos en “humo” o “sombras”.

    • Los LXX evitan también cuidadosamente el sobrenombre Sebaoth de Yahvé, totalmente judío y relacionado con el ámbito de la guerra (“dios de los ejércitos”, y lo sustituyen por “Todopoderoso” (griego pantokrátor: ausente en el Pentateuco, pero utilizado unas 200 veces en el resto de los libros) con el propósito de corroborar el poder universal del Dios verdadero.

    • Cuando la Biblia hebrea trae a colación ciertos pueblos míticos (formados por personajes que superaban en ocasión a los humanos) como los nephilim, rephaim, anakim, o gibborim, los LXX vierten simplemente por “gigantes” en un esfuerzo por desmitologizar un tanto las connotaciones extrañas del texto semítico.

    • Quizás haya también una pretensión filosófica cuando la versión de los LXX traduce el nombre divino 'ehyeh 'ašer 'ehyeh, “Yo soy el que soy” (Ex 3,14; es decir, divinidad sin un nombre especial, pero cuya esencia es el ser pleno), por el griego egô eimí ho ôn, “Yo soy el existente”.

    • En Ex 24,10, en vez de verter “Y vieron al Dios de Israel” (lo que ofendería la trascendencia divina), los LXX traducen: “Vieron el lugar donde estaba el Dios de Israel”.

    • O en Dt 10,16, donde el texto hebreo dice: “Circuncidad el prepucio de vuestro corazón y no endurezcáis más vuestra cerviz”, los LXX evitan una metáfora extraña y un tanto salvaje para los griegos vertiendo: “Circuncidad vuestra dureza de corazón (sklērokardían)...”.

    • En Dt 7,16, en el contexto de las órdenes divinas de exterminio de la población cananea en territorio israelita, Moisés ordena: “Aniquilarás a todos los pueblos que Yahvé, tu Dios, te entregue...”, lo que sonaría sin duda demasiado fuerte para oídos griegos. En consonancia, los LXX vierten: “Y devorarás el botín (sk^yla) de los gentiles”, lo que es más concorde con el derecho internacional de la guerra.

    • En el extraño pasaje de Gn 6,2, en el que ciertos seres superiores son denominados “hijos de Dios” (bené ’Elohim) (“y observando los ‘hijos de Dios’ que las hijas de los hombres eran bellas...”), el texto griego traduce este sintagma por “ángeles” (revisor del codex Alexan¬drinus), lo que está más de acuerdo con la mentalidad de los ilustrados griegos.

    • Para el autor del Salmo 29,1, hebreo, los “hijos de Elohim” han de tributar a Yahvé gloria y poder; en algunos mss de los LXX estos 'hijos' se transforman igualmente en “ángeles”.

    Seguiremos con la enumeración y clasificación de estos ejemplso que son interesantes.


    Casos contrarios: Los Setenta evitan a veces lo que es “demasiado griego”

    Es también digno de señalarse cómo los LXX, con una tendencia contraria a la anterior, procuran apartarse cuidadosamente del ambiente helénico, evitando utilizar ciertos términos técnicos del vocabulario religioso pagano. Quizás pretendían así conscientemente ante los ojos de los griegos hacer una distinción entre la fe judía, verdadera, y la falsa, helénica, pagana.

    • Es bien conocido cómo al “inspirado” por Dios se la llama 'profeta' (prophétes) y jamás "mántis" (vocablo relacionado con “manía”, o “locura profética” (pérdida de la mente por invasión de la divinidad en el cuerpo del adivino) inspirada por Apolo sobre todo. Se distingue así entre el que “tiene el espíritu divino”, verdadero, y el que tiene el espíritu de los “dioses”, como dice Pablo de Tarso (1 Corintios 8,5), es decir, de los demonios o espíritus inferiores permitidos por Dios en este universo.

    • O cómo para designar el Templo se evita el vocablo hierón, usual incluso en los documentos oficiales griegos que hacen referencia al santuario en Jerusalén, y se emplea el término más raro naós (relacionado con latín navis, "nave" de un templo) , o se aborrece del vocablo ádyton (lugar recóndito, inaccesible, del santuario) que no se utiliza nunca para referirse al “santo de los santos”, sino sólo para los templos paganos.

    • La expresión típica helenística para designar la piedad hacia Dios (eusébeia) no aparece prácticamente en el Pentateuco (sólo un par de veces y para expresar el “temor de Dios” hablando de los gentiles: cf. Gn 20,11 y Ex 18,21). Un altar pagano es para los LXX un bômós;

    • El altar de Dios es siempre, por el contrario, thysiastērion, un término poco frecuente en las descripciones griegas de sus cultos.

    • El término normal griego para nación, éthnos, significa casi siempre los “paganos”, mientras que para la nación escogida se emplea el vocablo poético laós.

    • Para los dioses de los paganos los LXX emplean con todo propósito otros nombres como árchôn (“jefe” o “comandante”) o eídolon (“ídolo”) o glyptós (“estatua labrada”) o bdélygma (“abominación”), que expresan el desprecio por el politeísmo que sienten los monoteístas. El vocablo daimónion queda reservado para nombrar a los seres intermedios, demoníacos, que pululan entre Dios y los hombres.


    Los Setenta evitan los “antropomorfismos” para designar a Dios

    Evitar con esmero los antropomorfismos del texto original, o una cercanía demasiado próxima de Dios a los hombres, es otra característica de la versión, aunque no siempre consistente. Con esta tendencia los LXX se apartan de la imaginación vulgar griega —tan acostumbrada a los rasgos antropomórficos de los dioses del Olimpo— para acercarse a la mentalidad de los filósofos y los más ilustrados de los griegos. Ejemplos:

    • Así, en Is 38,11, donde el texto hebreo dice “No veré más a Yahvé en la tierra de los vivientes”, encontramos en los LXX: “No verá más la salvación de Yahvé”.

    • En Ex 24,11: “Él no blandió su mano entre los elegidos de entre los hijos de Israel, que pudieron contemplar a Elohim y luego comieron y bebieron” es reemplazado en los LXX por “Ninguno de los elegidos de Israel pereció; aparecieron en el lugar de Dios, y comieron y bebieron”.

    • En Dt 32,10 se lee en el cántico de Moisés que Dios cuida de su pueblo elegido, lo rodea con su ternura y lo atiende “como a la niña de sus ojos”. El pronombre posesivo es eliminado en la versión de los LXX, con lo que la frase queda así: “como la niña de un ojo”. Se ha señalado que precisamente una de las características de la versión griega del Deuteronomio es la eliminación de los pronombres posesivos. En este caso coincidiría esta tendencia del traductor con el deseo de apartar de Dios todo antropomorfismo.

    • Otro caso: en Nm 11,1 el hebreo afirma que Israel se quejó ante los “oídos” de Yahvé”, lo que se transforma en griego “en presencia del Señor” (por el contrario, la expresión es mantenida en Nm 14,28).

    Alguna vez que otra el ángel de Yahvé reemplaza a Yahvé mismo en una situación comprometida: “Acaeció que en el camino, en una posada, hízose Yahvé el encontradizo a Moisés, e hizo ademán de matarle...” (Ex 4,24);

    • En la versión de los LXX es un ángel (ággelos Kyríou) quien intenta tal acción (algo parecido en Jue 6,14. 16 [ambos textos A y B]).

    • “Los traductores de los LXX que siempre vierten heb. sur por gr. petra (ambos “piedra”) cuando ese vocablo no aparece en sentido figurado para designar a Dios, evitan por completo en este último caso la traducción literal (véase, por ejemplo Dt 32 4: heb. “Él es la Roca”; gr.: “Él es Dios”) no fuera a interpretarse como si la Roca fuera una imagen de Dios.

    • El Dios guerrero de Ex 15,3 e Is 32,13 (heb. 'iš milhamah, literal. “hombre de la guerra” se convierte en un Dios syntríbôn polemíous, “que tritura a los enemigos”; y el weyithallek Henok 'et ha-'Elohim de Gn 5,22 ('caminó Henoc en compañía de Elohim') por 'agradó Henoc a Dios', gr. euēréstēsen dè 'Enox tôi theôi'” (Fernández Marcos, Introducción a las versiones griegas de la Biblia, Madrid, CSIC, [1979] 302).

    En otros casos, con un tinte más filosófico, la “mano” de Dios se convierte en los LXX en su “potencia”. Así, la frase “Para que sepan todos los pueblos de la tierra que la mano de Yahvé es poderosa...” se convierte en “La fuerza de Yahvé es poderosa” (Jos 4,24).

    • En el pasaje de Is 9,5, que habla del futuro mesías como “consejero maravilloso, 'El (Dios) fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz”, los LXX —con la intención de acentuar la unicidad de Dios— traducen “mensajero del gran consejo” (gr. megálēs boulês ággelos).

    Espero que les resulte interesante, aunque aparentemente sea un tema árido.


    Antropomorfismos no evitados por los Setenta. Los muchos nombres de Dios

    Las excepciones a la tendencia antiantropomórfica que fue objeto de la postal anterior pueden quizás explicarse en algunos casos. Presento algunos ejemplos:

    · En el texto griego del libro del Génesis, como en el hebreo, el Señor “huele” el aroma del sacrificio de Noé, y “desciende” a Sodoma para enterarse de los actos horribles contra la moral que allí tienen lugar; pero los traductores tuvieron en cuenta aquí el contexto de las “historias épicas”, tan típicas de la literatura en lengua griega en el que estos antropomorfismos se insertan, y por ello no hallaron inconveniente en admitir tales antropomorfismos, pues no creían que ofendieran a los oídos griegos.


    · En el caso de Éxodo 33,11 el texto hebreo dice literalmente: “Yahvé hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su compañero (heb. reá)”, es decir, con otro hombre. Los LXX, por su parte, vierten “como un hombre habla con su amigo”. Por tanto, de las dos posibles significaciones del hebreo reá (“compañero”, “amigo”), los LXX han elegido esta última (griego phílos). Así, la expresión hebrea se enriquece.

    Además, se ha señalado con justeza a propósito de este caso que, como el vocablo phílos aparece solamente dos veces en el Pentateuco griego (la segunda vez en Dt 13,6), el cambio de significado es claramente intencional: desde el siglo IV a.C. los filósofos griegos habían insistido en que los hombres buenos y sabios son amigos de los dioses y disfrutan de su particular favor. Moisés aparece así indirectamente como un filósofo.

    Mucha trascendencia, sin duda, para la teodicea (literalmente “defensa de Dios” o “declaración que Dios es justo” = tratado sobre qué es Dios) filosófica tuvo la decisión de los LXX de sustituir sistemáticamente el nombre de Elohim (literalmente “dioses”) por el abstracto theós (Dios) y el de Yahvé (o Adón, Adonai) por el gr. Kýrios, “Señor” o, a veces, “el Señor” (sin más determinaciones). El último vocablo, utilizado sin ningún complemento, constituía en el mundo griego una cierta novedad, pues es raro encontrar el nombre de “Kýrios” como epíteto simple de la divinidad en la Grecia antigua.

    Esta substitución tuvo varios efectos:

    • En primer lugar, “Señor” pasó a ser casi un nombre personal de Dios evitando una denominación demasiado judía (Yahvé) y cargada de tabúes.

    • En segundo, la expresión no tenía las connotaciones negativas del griego despótēs (“dueño”, “amo”), pero a la vez conllevaba la idea de una dominación suprema a la vez que personal, una dominación con tintes negativos (piénsese en el castellano “despota”).

    • Pero más importante aún era la helenización del monoteísmo judío concentrando la multiplicidad de los nombres de Dios en la Biblia hebrea (El, Elohim, Yahvé, Adonai, Elyón, El-Saday, Sebaoth) en prácticamente dos Kýrios y Theós (“Señor” / “Dios”).

    De este modo los LXX griegos acentuaban el monoteísmo ante cualquier lector pagano desorientado por la multiplicidad de nombres divinos. Puede decirse que este hábito de los traductores contribuyó a universalizar la religión del Dios único y a allanar el camino para la extensión de la idea de que la divinidad única de los filósofos helenísticos coincidía con el Dios al que adoraban los judíos.


    Cambios de sentido en palabras clave: del judaísmo puro al helenismo

    Muy importante también y de efectos notables fue por parte de los Setenta la adopción del vocablo nómos (“ley”) en griego para traducir el hebreo toráh que tiene un espectro semántico más amplio (“ley”, “norma de vida”, “enseñanza”).

    La continua fijación en utilizar el vocablo nómos por parte de los traductores y del judaísmo helenístico en general como código religioso que se debe observar, como ley de una comunidad religiosa, hizo que la religión de tipo profético, muy judío, pasara subconscientemente a un segundo plano, de modo que la revelación bíblica se concibiera con una tonalidad más legalista, más racionalista, un poco más alejada del espíritu profético, gobernado –ante los ojos racionalistas de los griegos—por un “espíritu” impredecible.

    Pero esta tendencia tenía también su contrapartida: se empobreció un tanto el rico vocabulario ético / moral que muestra el hebreo bíblico, y aspectos muy ricos del comportamiento moral hebreo se fueron restringiendo a la “anomía”, es decir a considerar la falta y el pecado como una trasgresión de la “Ley”.

    El vocablo “verdad” experimenta también en la versión de los LXX un notable cambio. Es bien sabido que el hebreo 'émet, “verdad” tiene también, y preponderantemente, el significado de “fidelidad”, una fidelidad que se aproxima o tiende a la sinceridad o veracidad en las personas. Pero el término griego alētheia, “verdad” (literalmente “algo que no cae en el olvido”) no comporta ninguna de las connotaciones anteriores, sino simplemente el de “verdad” opuesta a “falsedad”. Hay bastantes pasajes de los LXX en los que esta connotación de fidelidad, tan importante, queda perdida. Unos ejemplos:

    • En el Salmo 25,5 (hebreo) la frase “Guíame por tu fidelidad y enséñame”, puede entenderse en el griego (24,5) “Guíame hacia tu verdad y enséñame”, lo que se entiende como una súplica del hombre a Dios para que le conduzca al conocimiento de la verdad (como opuesta a lo “falso”, idea más racionalista).

    • Igualmente en el Salmo 119,90 (griego y hebreo) la declaración “De generación en generación (dura ¡oh Yahvé!) tu lealtad” se transforma en el griego (eis geneàn kaì geneàn hē alētheia sou: “Tu verdad por generaciones y generaciones”) en una declaración de la eternidad de la verdad. Por tanto, en muchos de estos pasajes no es fácil leer en el griego el verdadero sentido del hebreo y el resultado es una cierta intelectualización de la religión.

    Cambios similares pueden constatarse para “justicia” (heb. sédeq; gr. dikaiosýnē) y “misericordia” (heb. hésed; gr. éleos/eleemosýnē).

    El primer término griego –dikaiosýnē-- sólo vierte parcialmente un conjunto de connotaciones en hebreo que van desde “fidelidad” y “rectitud” hasta “inocencia” y “justicia”, mientras que los otros dos vocablos griegos – éleos/eleemosýnē-- cubren aspectos tan ricos y dispares en hebreo respecto a la “misericordia” como “amabilidad”/”gentileza” o “lealtad” rayana en la “justicia”. Evidentemente el éleos griego se refiere sobre todo y casi exclusivamente a la “misricordia” no a los otros matices del hebreo.

    Además pueden confundirse en griego dikaiosýnē y eleemosýnē que representan indiscriminadamente unas veces hésed y otras sédeq.


    Una nueva mentalidad judía –de la Diáspora— enfrentada a la de Jerusalén

    Tras observar, gracias a la aportación de algunos pocos ejemplos, los efectos principales que produjo la versión de las Escrituras al griego, puede concluirse que la mentalidad de los judíos que utilizaron como Biblia exclusivamente la versión de los LXX pudo verse un tanto modificada respecto a la de aquellos que, a su vez, sólo leían las Escrituras en hebreo. Apenas debe haber dudas al respecto.

    Por tanto: la versión de los Setenta / LXX suponen un notable esfuerzo de interpretación y adaptación al mundo griego de un caudal imponente de pensamiento religioso extraño a ese mundo. Se ha señalado con acierto que el proceso de traducción al griego fue como el “bautismo filosófico” de la Biblia, por lo que significa de inmersión en una cultura que había inventado la filosofía y la había expresado en lengua griega.

    Pero también es verdad que, como el conjunto de lo que se transmitía era profundamente judío, “la traducción de las Escrituras al griego judaizó la koiné en mayor medida todavía que helenizó al judaísmo. Cargó de resonancias típicamente israelitas términos que hasta entonces habían tenido un sentido profano y pagano” (Julio Trebolle, Biblia hebrea / Biblia griega, p. 339).

    La versión de los LXX alcanzó entre los judíos gran predicamento hasta atribuírsele, como hace Filón de Alejandría, un grado de inspiración religiosa comparable a la reconocida al texto hebreo. Sin embargo, un siglo más tarde esta traducción había pasado ya a formar parte del patrimonio cristiano heredado del judaísmo. Ese hecho decidió la suerte posterior de los LXX en el seno del judaísmo… una suerte muy negativa.

    La eliminación y prohibición del uso de los LXX por parte del rabinato y de los demás elementos cultos dentro del judaísmo se debió sin duda a la polémica anticristiana. Los motivos a los que se aferraban los rabinos para rechazar la versión eran:

    • El uso apologético que hacían los cristianos del Antiguo Testamento en lengua griega (es decir, utilizarla casi exclusivamente para probar los fundamentos de la nueva versión del judaísmo, herética que era el cristianismo;

    • El distinto tenor de algunos pasajes bíblicos importantes en la versión de los LXX, y no digamos las diferencias importantes en algunos libros como el de Jeremías,

    • Las nuevas interpretaciones de textos claves (por ejemplo Gn 1,26 y 11,17: véase Justino Mártir, hacia el 150, Diálogo con Trifón 62,2, para defender la pluralidad de personas en la Trinidad; o el famosísismo de Is 7,14 [hebreo, “una muchacha, ‘almah, dará a luz un hijo…; griego, “una virgen, [parthénos] dará a luz un hijo…”, aplicado al mesías cristiano y a la virginidad de su madre),

    • La interpretación mesiánica, sesgada en su opinión, que prevalecía en amplios círculos cristianos, quienes orientaban hacia Jesús textos que no le pertenecían en principio (por ejemplo de Is 53: los cantos del Siervo de Yahvé, que los judíos no consideraban mesiánicos, sino referidos a un rey concreto y futuro de Israel), llevó consigo la proscripción de los LXX entre los rabinos.

    En la próxima postal concluimos.


    Conclusión de la serie sobre los LXX - el uso cristiano de esta versión y los inicios del reconocimiento judío de su valor

    Por todo lo expuesto hasta el momento, el judaísmo oficial acabó rechazando con indignación esta versión al griego de su Biblia y sustituyendo la traducción de los LXX por una versión nueva al griego, extremadamente literal y hebraizante, que rompía conscientemente las normas más elementales de la gramática, sintaxis y estilo griegos con el deseo expreso de que no se introdujera en el nuevo vehículo lingüístico nada extraño a la mentalidad hebrea en la que se había plasmado la revelación. Recordemos lo que le dice el ángel revelador a Abrahán según el libro de los Jubileos, siglo II a.C.:

    Y me dijo (al ángel) el señor Dios: “Ábrele la boca y los oídos, que entienda y hable la lengua clara”, pues había cesado de ser la lengua de los hombres desde el día de la confusión. Le abrí la boca, los oídos y los labios y comencé a hablar con él en hebreo, la lengua de la creación. Tomó Abrahán los libros de sus padres, que estaban escritos en hebreo, los recopió y comenzó a aprenderlos desde entonces. Yo (el ángel) le explicaba todo lo que le era inaccesible, y los aprendió en los seis meses invernales” (12,25-26 = Apócrifos del Antiguo Testamento II, p. 114).

    Esta "traducción" nueva, tan absurda por su método a los ojos de hoy, que no es una verdadera traducción (se traducen conceptos, no palabras) sino una traslación casi mecánica), lleva el nombre de Áquila (hacia el 130 d.C.), y es el fruto más característico de la reacción contra la que se consideraba excesiva helenización del judaísmo alcanzada en Alejandría y de la que la versión de los LXX se había convertido en su máximo exponente.

    La traducción de Áquila pretendía reemplazar a todas las restantes como única versión auténtica, pues se acomodaba total y literalmente al texto hebreo evolucionado —bastante diverso en muchos pasajes al más antiguo de los LXX— que se utilizaba desde finales del siglo I.

    Esta tradición judaizante, por así llamarla, no nació, sin embargo de repente, a pesar del impulso que le otorgó la pujanza del cristianismo. Un siglo antes Áquila tuvo predecesores anónimos.

    Los primeros intentos por revisar la versión de los LXX son ya contemporáneos a Filón de Alejandría (que muere hacia el 50 d.C.). Más adelante, en círculos rabínicos de Palestina se llevó a cabo un proceso de “recensión” (revisión y edición) que alcanzó sobre todo a aquellos libros o secciones de libros de la Biblia griega que mostraban diferencias considerables respecto al texto hebreo de los rabinos de finales del siglo I d. C.

    Esta primera recensión rabínica, designada como “Kaige” ( “y ciertamente” en griego) por la característica de traducir el hebreo wegm como kaí ge) es fruto de la reacción farisea contra los judeohelenistas. A la postre, el judaísmo fariseo acabó ganando la partida al judaísmo helenístico de Alejan¬dría, especialmente tras la destrucción de Jerusalén y su templo en el año 70 d.C.

    Muchos de los judíos “helenistas” pasaron a engrosar las filas de los cristianos. Filón y el judaísmo alejandrino, sospechosos de tendencias filopaganas o filocristianas, perdieron casi todo influjo en el judaísmo nacido en los siglos I y II de nuestra era tras los fracasos de las dos guerras judías contra Roma, y sus obras fueron conservadas sólo por los cristianos. La Biblia en griego quedó desde entonces casi como patrimonio exclusivo del cristianismo.

    Pero hoy día los filólogos judíos han caído ya en la cuenta de que no pueden ignorar uno de sus grandes tesoros de la Antigüedad, utilísimo para conocer el judaísmo anterior, para interpretar mejor la Biblia hebra que ellos adoran a Cristo en todos los sentidos uno de los grandes monumentos literarios que nos ha legado la antigüedad helénica.

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